Robert de Niro dijo de Yvonne Blake, que sólo se sentía en el personaje cuando se ponía el vestuario diseñado por ella. En su caso afirmaciones de este calibre las hacían Sean Connery o Charlton Heston.
Yvonne, Superstar. Eso me pareció siempre, una estrella, una Superwoman, en su trabajo, en su vida personal, diseñando, cocinando, en la Academia, en el plató, o en una taberna. En lo más glamuroso y en lo más mundano, siempre sin perder el estilo. Y la risa, y el optimismo.
No todo el mundo puede presumir de haberse sentado en el suelo a revisar bocetos con Al Pacino, de presenciar una bronca doméstica entre Elizabeth Taylor y Richard Burton, de convertir a Marlon Brando en el papá de Superman, o de que Audrey Hepburn aceptase vestirse con tela de saco.
Y sin embargo, Yvonne sabía que no todo está ganado, que no hay que creérselo. “Mira, baby…”, me decía, “un éxito no asegura la eternidad”. Porque después de ganar el Oscar por Nicolás y Alejandra tuvo que pasar un casting para hacer Jesucristo Superstar, la estatuilla no era suficiente credencial. Descubrió pronto que el reconocimiento hay que ganárselo día a día, con tesón, suma y sigue.
Durante el proceso de elaboración de su libro, de nuestro libro como le gustaba decir, rió y también lloró, se enfrentó a sus buenos recuerdos y también a sus fantasmas. Salió a flote su capacidad de lucha y también su fragilidad. En el tintero quedaron detalles y secretos que no debían ponerse en papel, y que están en un limbo que he olvidado. Pero lo que nunca olvidaré es su autenticidad, su perseverancia, su generosidad. Su búsqueda de la excelencia, de la perfección, en todo, y en su trabajo las mejores telas, la experimentación, el acabado perfecto. Siempre lo mejor.
Hasta siempre, amiga, estrella favorita. Yvonne, Superstar.
(texto publicado en la revista Academia. Septiembre 2018)